Recorremos montañas y bosques de la isla canaria de El Hierro para llegar hasta el garoé, el legendario árbol lluvioso. Y escuchamos el relato del campesino que salvó a sus vecinos de la sequía.
Aquí terminaba el mundo, en la isla más occidental del archipiélago canario, en este último peñasco volcánico antes de que las aguas se precipitaran por el abismo último. A principios del siglo XV, los primeros conquistadores europeos, los normandos Bethencourt y La Salle, intentaron dominar a los aborígenes de esta isla de Ezero, hoy El Hierro, y los sitiaron en lo alto de la montaña, donde no corrían arroyos ni se acumulaban lagunas porque el agua se filtraba por las rocas porosas. Así pretendían rendirlos por la sed. Pero una aborigen, enamorada de uno de los capitanes invasores, reveló el secreto de la supervivencia: los nativos bimbaches tenían “un árbol sobre el cual todas las tardes se sienta una nube blanca, que destila agua por las hojas abajo, de la cual beben los vecinos y todos sus ganados”. Bethencourt y La Salle se apoderaron del árbol, se llevaron a los bimbaches como esclavos y repoblaron la isla con colonos normandos y castellanos. Las crónicas castellanas, cien años después, repetían la historia de la isla “seca y estéril” a la que Dios había provisto con un “árbol milagroso” que daba agua. Los nativos lo llamaban garoé y excavaban estanques en su base para acumular el líquido. El Hierro era un territorio casi mitológico y la historia del árbol milagroso sonaba como tantos relatos de los mundos recién descubiertos: pura invención, para autores racionalistas como Feijóo.
Cuesta creer que una isla con bosques tan húmedos, con laurisilvas y monteverdes siempre empapados, haya vivido amenazada por las sequías. Todavía en 1948, la falta de agua arruinó a miles de canarios, incluidos herreños, que emigraron en masa a Venezuela. Tadeo Casañas, campesino de El Hierro, salvó a sus vecinos recurriendo de nuevo al garoé.
Porque el árbol que suelta lluvia no era magia, no era leyenda. Es física, sencilla y hermosa: los vientos alisios, cargados de humedad, chocan con la cara norte de El Hierro, suben por la ladera y van acumulando un mar de nubes. Esa niebla se enreda en las ramas de ciertos árboles y ahí está la cuestión: quienes pretendieran vivir en esta isla sin lagos ni ríos, debían aprender a beberse la niebla.
El reino de la niebla
Desde Valverde, la pequeña capital de El Hierro, atravesaremos bosques y montañas para descubrir las maneras en las que se las han ingeniado los locales para acumular agua: desde albercas y dornajos hasta una moderna central hidroeólica, pasando por captadores de niebla y el legendario árbol lluvioso. En San Andrés, el pueblo más alto de la isla, conoceremos la historia de Tadeo Casañas, el hombre que salvó de la sed a sus vecinos porque conocía las técnicas de los bimbaches.
Seguimos el sendero circular PR EH-11, conocido como la Ruta del Agua y señalizado con marcas de pintura blanca y amarilla. La vuelta completa mide dieciséis kilómetros, pero a mitad de camino, en San Andrés, también podemos tomar el autobús para regresar a la capital.
Valverde es un pueblo blanco de cinco mil habitantes, cerca del mar pero encaramado a 600 metros de altitud. Está al pie de la frontera: el mar de nubes, alimentado por la humedad de los alisios, se forma un poco más arriba, entre los 800 y los 1.500 metros. Salimos por el barrio alto de Tenise y nos adentramos en el reino de las nieblas.
Subimos por una calzada antigua, resbaladiza por la lluvia reciente, entre bancales protegidos por muros de piedra volcánica, entre chumberas, aloes y cedros. Alcanzamos el pequeño embalse de Tefirabe, que se abrió para recoger aguas de escorrentía sin mucho éxito. Y pronto entramos en un espeso bosque de nieblas, un paraje espectral envuelto en jirones de vapor, donde los troncos y las ramas de las coníferas están forradas de musgo empapado. La humedad se condensa en las ramas y las hojas, resbala por los troncos, gotea al suelo: es la lluvia horizontal.
Atravesamos el monteverde de Ventejís, una laurisilva, un bosque subtropical de brezos y fayas, una verdadera reliquia botánica: así era el paisaje del Mediterráneo hace millones de años, hasta que las glaciaciones lo fueron desplazando hacia el sur. Hoy resiste en los archipiélagos de la Macaronesia (Canarias, Azores, Madeira, islas Salvajes y Cabo Verde).
Llegamos al árbol garoé y entendemos su emplazamiento perfecto. Crece a mil metros de altitud, en un refugio rocoso de la parte más alta del barranco de Tigulate, una hendidura por la que sube la niebla desde la costa hasta la montaña. Es un tilo de tronco esbelto que se abre en una copa amplia y ramificada: ideal para atrapar el vapor, que se condensa en las ramas y gotea. El árbol está siempre empapado, rebozado de musgo, sobre una tierra húmeda, blanda, olorosa. Y en su base se ven las albercas excavadas por los bimbaches, depósitos de tres y cuatro metros de profundidad, donde se acumulaba -donde se sigue acumulando- el agua del árbol milagroso.
Un ventarrón derribó el garoé legendario en 1610. El tilo actual lo plantaron en el mismo sitio en 1949, poco después de la sequía que arruinó la isla y encendió el ingenio de Tadeo Casañas. Hubo otros expertos atrapanieblas, que observaban las brumas, elegían los árboles adecuados y excavaban depósitos debajo de ellos: está la sabina del pastor Juan Bartolo, que obtenía agua abundante para sus rebaños, o la sabina del guarda Zósimo Hernández, que recogía miles de litros en dos depósitos, para dar de beber a los cientos de romeros que cada cuatro años cruzan la isla bailando y portando a hombros la imagen de la Virgen de los Reyes.
La sed como estrategia
Los herreños dependían del ingenio de un pastor o de un guarda para no pasar sed. Y no tenía por qué ser así. La sed era una consecuencia política, consecuencia de una cierta organización social, según el geógrafo Carlos Santiago Martín.
En las zonas medias y altas de El Hierro llueve tanto como en Pamplona, Burgos o Huesca. Pero la isla es muy joven: un montón de rocas volcánicas que acaban de emerger, un terreno que aún no se ha compactado, y las aguas se escurren por las grietas hacia el subsuelo. No hay ríos, no hay lagos, pero bastarían unos pozos para extraer agua abundante de los acuíferos. Martín explica que los grandes propietarios de tierras de El Hierro nunca quisieron invertir en tecnologías hidráulicas y que frenaron cualquier amago de obra pública. Con los pozos escasos que ellos controlaban, les bastaba para mantener su ganado y sus cultivos, incluso vendían agua a los campesinos. “La posesión de agua es una extraordinaria herramienta de poder”, escribe Martín. En la década de 1970, cuando algunos propietarios quisieron ampliar la producción de plátanos para exportarlos, se perforaron los primeros grandes pozos. Hasta entonces, los herreños se las apañaban con métodos rudimentarios: acumulaban agua en los huecos de los troncos, en pequeños estanques en el monte, en los patios de las casas. Y cuando llegaba un año seco…
—Teníamos que bajar con una garrafa hasta la fuente de Timijiraque, que está en la orilla del mar, llenarla y vuelta —nos dirá una anciana en Casa Goyo, el bar que está cerca de la casa donde vivió don Tadeo, en el pueblo de San Andrés, a mil metros de altitud sobre el mar, a mil metros sobre la fuente.
Captadores de niebla
Cerca del árbol garoé, en la cumbre de Ventejís, se levantan seis rectángulos verdes como seis fichas de dominó, de cuatro metros de altura: estructuras de aluminio envueltas en una malla. Son los captadores de niebla creados por el tinerfeño Theo Hernando, ingeniero agrícola, quien se inspiró en las redes atrapanieblas que tendían los chilenos en el desierto. Hernando desarrolló este modelo tridimensional con una ventaja clave: resiste vientos mucho más fuertes. Y por eso produce más agua.
Cuanto más veloz pasa la niebla, más gotas deja en las mallas. Antes debían plegar las redes en cuanto soplaba un poco fuerte, pero este modelo soporta vientos de alerta naranja, hasta 70 km/h. Así pasaron de recoger un máximo de 140 litros diarios con un captador, a recoger hasta 1.350.
El goteo de los seis captadores de Ventejís se acumula en una piscina, como reserva para incendios. Hernando también instaló captadores en otros puntos de las islas Canarias para obtener agua de consumo humano: la embotella y la vende con el nombre de Garoé, agua de niebla. Es un agua muy pura, recogida de las nubes sin que toque el suelo y por tanto con muy pocos minerales. Por eso es perfecta para preparar café o té, porque no altera los sabores originales, incluso podría utilizarse para producir cervezas, ginebras, whiskys, vodkas.
Las nieblas también podrían ser un recurso contra la creciente escasez de agua en muchas partes del mundo. Para ordeñarlas solo se necesita esta tecnología sencilla y barata de los captadores, que no consume energía, ni produce residuos ni agota los recursos. Harían falta estudios, mapas de nieblas, financiación para fabricar captadores y permisos para crear “huertos hídricos”.
Los habitantes de El Hierro siempre recurrieron a estas técnicas, como vemos un poco más adelante: en el borde del camino encontramos los dornajos, las artesas de madera en la que se recogía la lluvia destilada por los cedros para dar de beber al ganado.
El sabio Tadeo
—Yo no inventé nada —nos decía una y otra vez don Tadeo Casañas, el campesino que salvó a sus vecinos durante la sequía de 1948. Lo repetía a los 97 años en el sofá de su casa, en el pueblo de San Andrés, semanas antes de morir en febrero de 2016.
En 1948 no llovió ni una gota. Los pozos de la isla de El Hierro se secaron, las tierras se agrietaron, los frutales se marchitaron, las vacas y las ovejas iban muriendo. Los humanos no morían, porque un barco cisterna traía agua desde Tenerife y un camión repartía las cubas casa por casa, pero muchas familias se arruinaron. La sequía empujó la gran emigración clandestina a Venezuela: doce mil canarios se apretaron en 94 veleros para cruzar el Atlántico entre 1948 y 1950.
—Yo tenía una escopeta. Bastante mala, pero escopeta —decía don Tadeo. Cuando no hablaba, se quedaba encogido en el sofá con los ojos casi cerrados, con el cansancio de un siglo. Cuando hablaba, se apoyaba sobre las manos, se incorporaba, abría los ojos como un búho—. Subía a las tierras de mis suegros, en la parte alta de la isla, a ver si cazaba alguna paloma. Solíamos tener ovejas allí, pero aquel año se nos morían. Me construí una caseta y solía subir a dormir, para salir a cazar con el amanecer. A la caseta le hice el techo con ramas de brezos. Una noche me desperté porque estaba goteando dentro de la caseta. Era la niebla, que se condensaba en los brezos y goteaba.
Don Tadeo tuvo una idea. Cortó varias piteras -las hojas largas, duras y acanaladas del agave- y montó un acueducto rústico desde el techo de brezos hasta un aljibe en el que solían recoger lluvia y que estaba seco desde hacía meses. En pocas horas se llenó con el goteo de la niebla.
—Les dije a mis vecinos que les llevaría agua hasta sus casas, si me dejaban unas planchas de zinc, las que usaban como techo de las cuadras.
Montó las planchas para recoger más agua de los brezos, instaló una tubería que le cedió el ayuntamiento y consiguió un chorro que bajaba desde la montaña hasta el pueblecito de Tiñor: daba 14 litros por minuto. En plena sequía, don Tadeo ordeñó la niebla y salvó a sus vecinos.
Siete décadas después, él repetía que no había inventado nada, que simplemente había observado las nubes y había leído algunos libros.
—A mí me llaman el sabio de El Hierro y yo lo que soy es un ignorante muy grande. Ahora me estoy muriendo, pero molesto a la gente con preguntas porque quiero saber un poco más. Casi no fui a la escuela, solo aprendí a leer y las cuatro reglas. Pero leía mucho. Sobre todo el Quijote. Y los libros de historia. Yo sabía que los bimbaches sacaban agua de la niebla.
Hacia la independencia energética
En el camino de regreso, entre Tiñor y Valverde, pasamos junto al garoé del siglo XXI. Así llamaron sus creadores a la ingeniosa central hidroeólica de Gorona del Viento. La diseñaron para que El Hierro se independizara del petróleo, para que avanzara hacia la autosuficiencia energética con fuentes limpias y renovables: el viento y el agua. Cinco aerogeneradores producen electricidad para los once mil habitantes de la isla. Cuando en algunos momentos producen más de la necesaria, utilizan esa energía sobrante para bombear agua desde un embalse inferior (a 50 metros sobre el nivel del mar) hasta uno superior (a 700 metros). Así, cuando no sopla viento, abren las compuertas y el salto del agua sigue produciendo electricidad. La central, inaugurada en 2014, aporta más de la mitad de la energía que necesita la isla. En momentos de condiciones perfectas, como en julio de 2019, produjo toda la energía de El Hierro durante 24 días seguidos, en los que no recurrieron a la quema de ningún combustible y evitaron la emisión de miles de toneladas de dióxido de carbono. Las autoridades locales quieren completar el proyecto con la energía del sol y de las olas, para convertir El Hierro en una isla de energías 100% renovables.
Don Tadeo Casañas era consciente de los recursos que tenían al alcance de la mano.
—Gastan millones para llevar agua de un sitio a otro, y en las cumbres se está perdiendo toda esa agua de niebla que podría bajar sola. En la montaña la niebla viene rabiando. Hasta las pestañas producen agua, cuando la bruma choca con ellas. Solo hay que recogerla.
1 comentario
Me encantan estos artículos que nos enseñan un poquito de esos espacios tan alejados de nuestras tecnológicas realidades y nos dan aire y espacio, gracias por escribirlos.