Magazine Ciencia La razón por la cual las apps gratuitas son tan adictivas y por qué deberías desconectar

La razón por la cual las apps gratuitas son tan adictivas y por qué deberías desconectar

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Por Pexels

Toda actividad que emprenda un ser humano tiene que bascular entre la neofobia y la neofilia, entre lo extremadamente familiar y lo extremadamente desconocido, entre lo que se puede predecir completamente y lo que resulta de todo punto impredecible.

Si se inclina demasiado la balanza hacia uno u otro extremo, la actividad entonces produce aburrimiento o rechazo. Solo las actividades que se encuentran a medio camino entre ambos extremos resultan estimulantes, fascinantes, adictivas, capaces de producir infinitos loops de dopamina.

Este es uno de los ingredientes, meticulosamente medido, que sustenta las experiencias adictivas a determinados videojuegos o apps gratuitas para nuestro smartphone.

Imágenes que se cuelan en tu vida

Casi todos nosotros nos hemos enganchado a algún videojuego de smartphohe, como Tetris. Uno empieza a jugar por curiosidad, le encuentra la gracia a las pocas partidas y, finalmente, se halla inmerso cada día en el juego para pasar el tiempo o aliviar un poco el estrés. La sensación de ir progresando poco a poco, unido a la música y los colores, ejercen un canto de sirena irresistible.

Al final, uno acaba dedicando tantas horas a aquella app que las imágenes se cuelan en la vida diaria.

Es entonces cuando estamos sufriendo una adicción del comportamiento leve reforzada por la resaca sensorial del feedback aleatorio e impredecible que sigue a cada victoria, tal y como sostiene la antropóloga cultural Natasha Dow Schüll, que se ha dedicado a estudiar durante más de una década a los jugadores y las máquinas que los enganchan.

Si bien las máquinas tragaperras más primitivas eran máquinas muy simples (el jugador tiraba de una palanca que hacía girar tres carretes mecánicos en el que había que esperar que se mostraran tres símbolos iguales para recibir una recompensa económica), actualmente las máquinas tragaperras se han sofisticado tanto que se han transformado en apps gratuitas maquiavélicamente programadas para colarse en nuestros cerebros y controlar los circuitos de recompensa.

Lo más valioso es tu tiempo

En un mundo donde muchos medios combaten encarnizadamente por obtener una pequeña cuota de atención del cliente, donde la economía del tiempo es la más importante de las economías, las apps o las máquinas tragaperras basan su éxito, sobre todo, en la cantidad de minutos y horas que son capaces de atraparnos.

Un ejemplo perfecto es Candy Crush Saga: en su máximo apogeo, en 2013, generaba 600.000 dólares diarios de beneficios. Más de mil millones de personas se lo han descargado en su smartphone.

Para ello, uno de los factores más importantes es calcular bien cómo se proporcionan las microrrecompensas, tal y como explica Adam Alter en su libro Irresistible:

«Los diseñadores usamos este tipo de microfeedback para que los jugadores se sumerjan más en el juego y se enganchen más. Los videojuegos deben obedecer estas reglas microscópicas, porque los jugadores no tardarán en abandonar un juego que no les proporcione una dosis constante de pequeñas recompensas que tengan sentido según las reglas del propio juego. Dichas recompensas pueden ser algo tan sutil como el simple sonido de un cling o un destello blanco cuando el personaje pasa por un cuadrado determinado.»

Sencillamente, nuestros cerebros, nuestra biología, han permanecido intactos durante millones de años, así que no están diseñados para digerir correctamente todas esas luces, sonidos, animaciones y demás fuegos de artificio digital increíblemente coordinados gracias a una meticulosa programación de software.

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Por Pixelkult

Esto lo sabe muy bien Shigeru Miyamoto, el homólogo de Steven Spielberg, Stephen King o Steve Jobs en el ámbito de los videojuegos. De joven, Miyamoto se había enamorado de la máquina recreativa del Space Invaders, y desde entonces quiso entrar a formar parte de alguna compañía, como Nintendo, a fin de dedicarse en cuerpo y alma a planificar videojuegos.

Su primer éxito fue Donkey Kong. Con Super Mario Bros, Miyamoto demostró su habilidad para que los videojuegos resultaran atractivos a los jugadores de todos los niveles. Más tarde, diseñó los juegos de Pokémon.

Poco a poco, Miyamoto fue descubriendo lo fácil que resultaba engatusar a los cerebros de los jugadores para que no dejaran de jugar, para que el juego formara parte de su horizonte mental. Lo primero que descubren los diseñadores de videojuegos es la llamada «codificación por colores», como explica Alter:

«Digamos que ya tienes dos millones de jugadores y quieres descubrir qué factor los mantiene cautivados. Si asignas un color al código informático asociado a cada misión, o incluso a los distintos elementos que forman parte de cada misión, verás cuál es el más adictivo. La codificación por colores o las etiquetas permiten a los diseñadores registrar el tiempo que los jugadores dedican a cada elemento dentro de cada misión y cuántas veces vuelven a cada misión.»

Toda esa información, en forma de macrodatos, permite concebir apps que son el epítome de la adicción, herramientas maquiavélicas para pulsar todos los mecanismos de nuestros cerebros asociados a la adicción del comportamiento. Una forma perfectamente pautada de obtener subidones de dopamina y controlar la dosis para que el jugador nunca se marche, y se marcha, no tarde en regresar.

Siendo conscientes, pues, de las increíblemente poderosas herramientas de las que disponen los diseñadores de videojuegos, junto a los macrodatos que vamos generando los jugadores, resulta perentorio que, sencillamente, nos enfrentemos a estas apps con cautela.

La misma que manifestamos cuando tenemos delante una versión mejorada de unos gramos de heroína. No en vano, según un estudio de la Universidad de Chicago, publicado por la revista Psychological Science, los impulsos a los que más nos cuesta resistirnos tienen que ver con la necesidad de mirar el móvil. Así, pues, tal vez estemos frente a una droga mucho peor.

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