En la selva de Irati, en el Pirineo navarro, buscamos seres misteriosos que se aparecen con la corpulencia del oso y el vapor de la leyenda
Bernardo Anchorena entra en la iglesia con un balde lleno de panes duros y va lanzándolos por el suelo. Una docena de gallinas corren y los picotean.
—A la iglesia ya solo entro yo, para dar de comer a los bichicos.
El templo ya no es templo: está desacralizado, hace de gallinero. El pueblo ya no es pueblo: era el barrio de la Fábrica de Orbaizeta; ahora es monumento, si somos optimistas, o es vestigio entre sombras, si venimos una mañana fría y lluviosa de invierno. Aquí ya solo viven los Zabalza, familia de pastores y productores de queso.
Bernardo Anchorena viene a veces. Tiene setenta y tantos, pelo blanco, cara rojiza, gafas, gestos suaves. Viene porque nació en la selva navarra y siempre quiere volver. Nació en la casa Anchorena, en pleno hayedo de Irati, una posada en la que su padre atendía a los leñadores, los carboneros, los arrieros. Comían pan con queso y huevos fritos, bebían vino, dormían en la paja. Los hermanos de Bernardo talaban árboles, los ataban formando balsas y los transportaban aguas abajo por el río Irati, el río Aragón, luego el río Ebro, hasta Zaragoza.
Cuando cumplió 6 años, a Bernardo lo sacaron de la selva de Irati para que viniera a estudiar a este pueblo que no es pueblo, que tampoco entonces era pueblo: era la colonia de la fábrica de armas de Orbaizeta, en el valle de Aezkoa.
—Aquí vivían mis padrinos, yo me vine a vivir con ellos durante el curso escolar. Entonces había aquí ocho o nueve familias con un montón de críos. Y una escuela, con una maestrica.
Al terminar la escuela, Bernardo emigró a Burlada, junto a Pamplona, para trabajar en una fábrica. Desde que se jubiló, empezó a venir a su bosque siempre que podía, y se quedaba temporadas largas.
—En la ciudad no me hago, necesito volver al bosque.
Pasa temporadas junto a la vieja fábrica de piedra, en esta colonia industrial y militar abandonada, con la iglesia habitada por gallinas, la casa palacio vacía, el cuartel, las antiguas viviendas de los soldados y los obreros, los almacenes, las carboneras, la carpintería y los hornos de fundición. Es un poblado fantasma, un intento humano de colonizar el bosque, otro intento abandonado.
Las ruinas de la Real Fábrica de Municiones de Hierro de Orbaizeta están en el fondo de un desfiladero, camufladas en la vegetación, como un templo camboyano. El río Legartza corre bajo una galería profunda de arcos de piedra. Sus aguas movieron las máquinas para fabricar bombas de hierro, granadas, obuses y balas.
La fábrica fue una desgracia. La Corona consiguió que en 1784 la Junta del Valle de Aezkoa le cediera sus mayores riquezas —la explotación de la madera, las minas de hierro y las aguas— para alimentar esta factoría. A cambio les prometieron unos cuantos puestos de trabajo. Parece que arreglaron el acuerdo con amenazas y engaños, porque los aezkoanos empezaron pronto a pedir al rey que les devolviera sus montes y se pasaron doscientos años intentándolo. La primera queja la escribieron ya en 1790: en una carta alegaron que los negociadores de seis años antes no habían sido conscientes de los perjuicios “por su inocente candor”, “por su ignorancia o poca instrucción en la lengua castellana”, incluso por el “convite magnífico con el que les convencieron”. La fábrica de armas estaba a cuatro kilómetros de la frontera y los franceses la atacaron por primera vez en el mismo 1784 de su inauguración: dieron fuego a las instalaciones y a las viviendas. Después cayeron sobre el valle la guerra napoleónica, la realista, la carlista, con sus invasiones, bombardeos, incendios y saqueos. La fábrica, imán de desastres, cerró en 1873. Pero los aezkoanos tuvieron que escribir cartas durante un siglo más, hasta 1982, para recuperar la propiedad de sus montes.
Aparición en la selva
Desde el pueblo de Orbaizeta, una pista se interna en Irati, uno de los mayores bosques de Europa y uno de los más inaccesibles, desparramado a un lado y otro de la frontera francoespañola. Diecisiete mil hectáreas de hayas y abetos cubren el fondo y las paredes de una inmensa cubeta en pleno corazón de los Pirineos, un circo con la base a 800 metros de altitud, rodeado por montañas de entre 1.600 y 2.000.
Esa cubeta solo tiene una salida: la garganta estrecha y encajonada del río Irati, que fluye hacia el sur. Por esa garganta entra la pista hasta el pantano de Irabia, que se construyó para controlar los niveles del caudaloso Irati y facilitar el descenso de almadías y el barranqueo de troncos sueltos. Así nació a principios del siglo XX la gran aventura industrial aezkoana. La compañía El Irati, fundada por el indiano Domingo Elizondo, taló y transportó madera, levantó aserraderos, los alimentó con la electricidad obtenida en las presas, incluso tendió en 1911 el primer tren eléctrico de España, entre Sangüesa y Pamplona.
En la presa comienza el sendero marcado de Plaza Beunza, que se interna en la selva hasta el claro donde antaño se levantó la casa Anchorena, donde ahora resisten dos postes de un viejo tendido eléctrico. Aquí nació Bernardo.
—No vas a encontrar nada, la casa se arruinó en un incendio —me ha avisado.
De la casa solo encuentro el nombre en el mapa y alguna piedra engastada en el terreno. La casa Anchorena existe todavía con su mesonero, sus leñadores comiendo huevos fritos, sus carboneros durmiendo en la paja. Existe en el relato, en la memoria, con la misma consistencia que Basajaun, el gigante peludo, señor de los bosques, protector de los rebaños contra el lobo. O que Unai, el hombre oso que pastorea vacas; Gaueko, el genio de la noche que rapta a las mozas; o las eilalamiak, las ninfas de los arroyos que hacen jugarretas a los humanos.
—Puesto que nos congregas aquí, aquí estamos, pero debes saber que llevamos una existencia muy precaria, que andamos escondidos, proscritos, huyendo de las campanas, de los rezos, del agua bendita y de los hisopos. Ya no tenemos sitio donde guarecernos y el latín nos persigue con su sæcula sæculorum por todos los rincones del mundo.
Así hace hablar Pío Baroja a un coro de espíritus vascos, en La leyenda de Jaun de Alzate. También habla Basajaun, que aparece entre el ramaje, con ojos rojos y brillantes. Le preguntan:
—¿Quién eres tú, monstruo de los ojos encarnados?
—Soy el terrible Basajaun.
—Pareces un poco tímido para ser tan terrible.
—Es que me encuentro en una situación precaria. A veces creo que soy un gigante, con la cabeza enorme, los brazos membrudos y el cuerpo como una montaña; a veces pienso que no soy nada más que fantasía, humo. No sé si tengo realidad objetiva, si existo en el mundo de los fenómenos, como diría un discípulo del profesor Kant, o si soy un engendrado de la fantasía de musiú Chaho. No me aceptan en ninguna reunión de espíritus vascos; se ríen de mí porque no puedo presentar documentos de identificación. ¡Y en estas circunstancias es tan desagradable no tener documentos!
—Yo creo que este Basajaun es un farsante impúdico. Es, a lo más, un silvano, un fauno o un egipán, que se ha perdido por estos contornos y ha aprendido la lengua vascónica.
“Descendemos del oso”
Basajaun no es tanto una fantasía como una observación velada de la realidad. No es un invento de pastores aburridos, sino una presencia que constaba incluso en los informes de los ingenieros. A partir de 1630, la Marina francesa se tomó unos trabajos tremendos para talar los altísimos abetos de Irati, ideales como mástiles, bajarlos en carros de bueyes hacia el norte y transportarlos en gabarras por el río Errobi hasta los astilleros de Bayona. El ingeniero Paul-Marie Leroy publicó en 1776 una obra de referencia sobre la explotación maderera en los Pirineos y contó que en el bosque de Irati vivían unos hombres gigantescos y peludos en estado salvaje.
Osos, en esa época había osos, seres enormes, peludos y salvajes, a veces agresivos, a menudo tímidos y esquivos. Lo veían los ingenieros, igual que lo veían los pastores.
—Los vascos de antaño sabían que descendían de los osos. Sí, los humanos venimos de los osos.
Se lo dijo Pette Prebende, vecino de la aldea de Santa Grazi, en la cercana Zuberoa, al etnógrafo Txomin Peillen. A finales del siglo XX todavía circulaban esas leyendas pirenaicas. Es una idea bastante razonable, dice el biólogo navarro Migel Mari Elosegi: en un continente en el que no viven simios, los osos son los animales que más se nos parecen. Suelen ponerse de pie; además, cuando caminan sobre cuatro patas, apoyan las traseras sobre las huellas de las delanteras, así que el rastro puede sugerir que son bípedos; mueven los brazos de una manera parecida a la nuestra; apenas tienen cola; las hembras amamantan a los cachorros en una postura parecida a la de las mujeres. Al oso se le consideraba casi un pariente, pero un pariente misterioso, temible, respetable: tiene una fuerza descomunal, es muy astuto y desarrolla trucos para engañar a los cazadores, atacar al ganado o robar miel; desaparece en invierno, reaparece en primavera. Pette Prebende explicaba que entre el oso y el humano había un estadio intermedio, el de los hombres salvajes del bosque: nuestro ancestro Basajaun.
Por aquí entró el imperio
Las leyendas de los espíritus y los seres misteriosos parecen productos de los miedos ancestrales. Debieron de cocinarse en las mentes inquietas de los primeros pobladores, de aquellos pastores prehistóricos que en estas montañas elaboraron los primeros quesos y las primeras historias, que intentaron explicarse el mundo, que dejaron unos relatos en los que no creemos y unas señales que no sabemos leer.
Regreso a la fábrica de Orbaizeta y subo al collado de Azpegi, donde hay siete crómlech, siete círculos de piedras hincadas en la tierra. Allí es fácil imaginarse a los pastores de hace tres mil años enterrando un cadáver en una cámara de losas, afanándose en cubrirlo con un montón de tierra, mientras balaban las ovejas, mientras el viento aullaba al rozar este paso entre montañas. Aquí, ahora, oigo el mismo viento de hace tres mil años y digamos que los mismos balidos de las mismas ovejas. Huelo la hierba mojada, los helechos, las hayas, el aliento acre y cálido de las bolitas de mierda de los animales. Veo cabañas de pastores, digamos que de los mismos pastores que construyeron los crómlech; veo continuidad humana aferrada a la piedra, al viento, a los animales domesticados y a los relatos.
Desde Azpegi camino por un sendero ladera arriba, hasta los restos de la torre romana del monte Urkulu. Son restos de una arquitectura imponente, restos de otra idea del mundo. De la torre queda un muro de piedra circular, de veinte metros de diámetro y tres metros de altura. En su interior encontraron un altar. Es una torre trofeo, dijeron los arqueólogos, un monumento que levantaron los romanos hace veintidós siglos para celebrar la conquista de Aquitania. También debió de servirles como atalaya sobre el paso de Ibañeta-Roncesvalles, por donde tendieron la calzada para seguir hacia el sur, el paso que luego cruzarían suevos, vándalos y godos, tropas musulmanas, tropas carolingias, tropas napoleónicas, peregrinos medievales. Sobre la caliza agrietada del monte Urkulu, los romanos apilaron bloques de caliza lisa y geométrica para levantar una torre y poseer el paisaje. Palpo los bloques de caliza imaginando la mano que los colocó. Por aquí entró el mundo mediterráneo, por aquí entraron el aceite, el vino y el pan de trigo, las calzadas y la idea de construir ciudades, por aquí entraron el latín y la fe cristiana.
Es decir: las campanas, los rezos, el agua bendita, los hisopos y el sæcula sæculorum.
Bajo de vuelta a los crómlech, de vuelta a las cabañas de los pastores, de vuelta a los bosques, de vuelta a las casas de la fábrica de Orbaizeta, para terminar este itinerario de tres mil años. Ya no está Bernardo Anchorena, el hombre que necesita volver al bosque, que alimenta gallinas en un templo descristianado y que no tiene ojos rojos y brillantes porque las novelas de Baroja son eso: novelas.
Los de las otras pallozas murieron
Los Ancares son un cogollo montañoso, un nudo de sierras viejas —de las más viejas y desgastadas de España— que se levanta en la confluencia de Lugo, León y Asturias. Los Ancares eran una de las comarcas más remotas, olvidadas y pobres de Europa
2 comentarios
Qué bueno. Y qué bien escrito. Gracias.
Interesting article, thank you. The Irati Forest must be a special place. It’s certainly very extensive and secluded, so I wonder if the locals, even today, claim to have experiences which they attribute to Basajaun. If they do, I would be fascinated to read some of their stories on the subject.